En el ADN de la francmasonería universal está el ejercicio de una tolerancia plena. Vivimos en sociedades llenas de prejuicios de todo tipo donde las personas buscamos refugio en nuestras más acendradas convicciones. Juzgamos el mundo que nos rodea desde la trinchera de nuestra ideas preconcebidas y nuestros prejuicios y a menudo nos cerramos en banda no sólo a las opiniones de otros, sino también al innocuo ejercicio de escuchar al vecino.

La tolerancia no es un don, es una virtud que exige del compromiso y del esfuerzo constante e individual de cada uno para ponerse en el lugar de otro y tratar de entenderle. La convivencia exige de una actitud militante de todos los ciudadanos en favor de la propia tolerancia. Nos cuesta entender que la diversidad de ideas y opiniones no es una amenaza, sino que nos enriquece.

Sin embargo, el ejercicio de la tolerancia sólo debería tener un límite, cortar el camino sin contemplaciones a los intolerantes. “Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes” (Karl Popper)

Hoy en día en el seno de nuestras sociedades germina la peligrosa semilla de los intolerantes que con su discurso ponen en tela de juicio las bases mismas de nuestra democracia y de nuestra convivencia y arrastran con su discurso resentido a un buena parte de nuestros conciudadanos. Hoy más que nunca debemos estar alerta y denunciar a los falsarios por todos los medios a nuestro alcance. Nuestro silencio y nuestra inacción sólo favorece a los intransigentes.

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