La foto corresponde al cementerio de Montauban, Francia. 50 kms al noroeste de Tououse. Una tarde lluviosa y desapacible del mes de noviembre. Es la tumba de don Manuel Azaña, quien fuera Presidente de la República española en los años 30 del siglo XX.
Se aprecia en la foto la presencia de placas conmemorativas, flores con la bandera repúblicana y, también, no pocas ofrendas florales con la bandera francesa.
Los franceses siempre han sabido arrimar el ascua a su sardina y hacer suyos a todos aquellos que por su relación con Francia fueron ejemplo de excelencia. Debería ser un honor para nuestro país que en Francia honren como se merece a un ilustre ciudadano que desde la posición y en la época que le deparó la Historia trabajó por el mejoramiento de la nación española.
Hablar de Don Manuel y de la Segunda República es hablar de tiempos convulsos, protagonizados por el extremismo, la discordia y la inestabilidad institucional; con bandos enfrentados, donde siempre llevaban la voz cantante los más exaltados, aquellos cuyo discurso era más radical y que acabó llevándose por delante acaso una de las generaciones más prometedoras de la historia de España.
Los paralelismos con la época actual deberían hacernos reflexionar; porque más allá de discursos incendiarios, el común de los ciudadanos sólo aspira a la mejora personal, al progreso doméstico de los suyos, a proporcionarles la mejor formación y educación a sus hijos, a vivir en paz y en libertad.
A esa labor deberían ocupar todos sus esfuerzos quienes se dedican a la cosa pública.
Alimentar las bajas pasiones, cuestionarlo todo, poner en tela de juicio las bases de nuestra convivencia ni lo necesitamos ni nos beneficia.
Lo anormal no es que lo franceses honren a don Manuel como si fuera uno de los suyos, sino que en el país en el que nació y al que sirvió sea aún tema de controversia y esté condenado al ostracismo.
Por más que le citen.
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