No es extraño que la persona que se adorna por primera vez con un mandil de francmasón pueda sentirse un tanto ridícula. Es un elemento extraño en un entorno insólito, donde todo es nuevo y diferente.

El mandil sin embargo y con el tiempo se convierte en la mayor honra del francmasón. La prenda y la persona no tardan en formar un todo. Un francmasón es su mandil. En su tela se traslucen las muescas del paso del tiempo, sus anhelos, sus experiencias, y se acumulan con orgullo muchas horas de trabajo, momentos de reflexión, de alegría, horas de fraternidad compartida, las remembranzas de los viajes y de muchas ceremonias.

Sólo el francmasón conoce el valor simbólico que atesora su mandil y la importancia que puede alcanzar mediante su labor incesante y fecunda.

Con el paso de los años no debería ser extraño que los mandiles se deshilachen, se ensucien o se rompan. Cada mella debería ser una prueba de la Virtud y de la Perseverancia de quien lo viste. Sólo un francmasón conocer el honor y las vicisitudes de crecer con un mandil atado a la cintura.

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